LAS PEDREAS DE LAS SEIS (Primera Parte)

No se daba tregua. La pedrea esporádica en la sala de la casa humilde con techo de tejas iniciaba a las seis de la tarde, al caer las primeras sombras de la noche, con la exactitud de un reloj de sol, y duraba por lo menos una hora. Empezó a suceder hacía ya unos seis meses, con gran susto de la familia, una tarde en que se reunieron a platicar en la sala los cuatro miembros que la conformaban. Mamá y papá se sabían muchas historias de aparecidos, espantos y encantamientos, algunas de las cuales les habían ocurrido a parientes ancestrales en tiempos en los que, decían, la honradez y la obediencia abundaban más que el aire, a tal punto que se amarraba a los perros en los patios con ristras de longanizas, y éstos no se las comían.
Los dos hijos varones, uno de treinta y el otro de quince años, eran algo descreídos, producto de los nuevos tiempos, aunque no dejaban de apresurarse a estar dentro de casa antes de que oscureciera, pues trabajaban en el bosque circundante como leñadores, al igual que lo habían hecho generaciones incontables de antepasados laboriosos y fornidos. No había que creer ni dejar de creer, era su lema.
La casa se ubicaba en las afueras de San Pedro Pinula, en Jalapa, y había sido construída a finales del siglo XIX por improvisados albañiles. Cada generación había aportado una que otra modificación a la casita, por lo que combinaba elementos viejos y nuevos que no armonizaban, pero eran útiles. La tarde en que empezó el lanzamiento de las piedras , sus moradores platicaban animadamente en la sala de estar. El tema principal, como siempre, era lo que harían para salir de la pobreza en breve. Los padres se lo tomaban a risa; soltaban cada idea, a cual más disparatada, y provocaban la hilaridad de todos, con excepción de Tomás, el hijo mayor, quien tenía la obsesión de transformarse en un acaudalado ganadero, como lo habían llegado a ser muchos en la región. Claro que, para ello, debieron contar, como mínimo, con un par de reses iniciales, aunque se murmuraba que muchos se hicieron de ganado de la noche a la mañana, sin que nadie supiera explicarse cómo.
Entre paréntesis, se comentaba que la tragedia había dado cuenta de miembros jóvenes de esas familias, en circunstancias muy similares entre una y otra.
Fue Sebastián, el menor de los hermanos, quien recibió la primera pedrada en la nuca, lo cual acalló la carcajadas con las que celebraba una ocurrencia de su padre, don Milo. Creyó que su hermano se la había arrojado, pero todos miraban en varias direcciones buscando el origen de tan raro proyectil. Siguieron platicando, haciendo como si no le daban importancia al hecho, pero el mismo pensamiento cruzó por las mentes de todos: La ventana estaba cerrada con pasadores, el techo estaba intacto, la puerta de la calle, bien cerrada… No había posible lugar por donde se colara una piedra arrojada desde afuera por un chusco. Además, no tenían vecinos, pues el poblado quedaba a unos cinco kilómetros de distancia. Y cayó la segunda piedra. Ésta fue a dar al espejo de un ropero, que se rajó con el impacto, e hizo un potente ruido. Otra más le dio a don Milo en la frente. Pero había una demora de unos cinco minutos entre pedrada y pedrada. Doña María dijo que vinieran de donde vinieran había que rezar para que no siguieran apedreándolos, y así lo hicieron.
Se fueron todos a sus cuartos a acostarse. No sabían que les esperaban muchas noches como ésa…
Continuará…
Foto proporcionada por Carlos Wolters