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EL GUSTO

Por Dr. Daniel Medvedov

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Imagínate que en este mundo estás preso/presa: luego de una semana sin comer, hasta la pocilga que te están sirviendo al mediodía te parece un manjar de dioses y todos los modales del protocolo social que has aprendido se pulverizan en un instante y arrancas los mendrugos del plato con las manos, ni que hablar del tenedor a la izquierda y del cuchillo a la derecha , o de servilletas y de no sorber la sopa turbia.

Las cosas planas, magras, simples, sencillas agradan mucho más al cuerpo que la sofisticación de los gustos, esto último un resultado de una decadencia del placer de comer. Un pedazo de cebolla y un pedazo de queso, como comen los pastores, un café negro sin azucar, un pepino con un poco de aceite de oliva, un pedazo de carne frita a la plancha o al fuego mismo, comida de cazadores, son manjares para el cuerpo, si los comparas con la sofisticación de la comida francesa. No es que haya gustos para todos los comensales: se trata del gusto del cuerpo, no del gusto de la persona. Al cielo gritarán los gourmets al leer eso. Al cielo gritarán los refinados del perverso arte culinario de muchos restaurantes de la ciudad. Pero el cuerpo no soporta las mezclas, las combinaciones, los experimentos y la sofisticación en los gustos. No los soporta por una sencilla razón: no es capaz de discernir de lo que se trata, no sabe lo que le has metido, y se apura en eliminar todo, sin procesar nada. Sin embargo, aquel ser humano que no presta interés a la cocina, - para que los demás coman-, y al sabor - para si mismo, pierde y se le escapa la mitad de los misterios de la existencia. En la cocina hay que entrar como cocinero y salir como filósofo. Con la mayoría ocurre lo contrario: entran como filósofos y salen “cocineros”.

Ilustración: Dos viejos comiendo sopa, de Goya.

Museo del Prado, Madrid.

 
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