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LAS PEDREAS DE LAS SEIS (Tercera Parte)

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Como reguero de pólvora corrió la voz en San Pedro Pinula sobre las pedreas que se sucedían cada tarde en la casa de la familia Corrales. No se hablaba de otra cosa más que de eso. En la peluquería, en la iglesia, en el parque, en las casas, en las cantinas. Todos comentaban el suceso sobrenatural, menos los protagonistas. Habían cambiado de hábitos. Casi no se dejaban ver por ningún lado, salvo cuando era inevitable, como en el ir a realizar compras al mercado. Invariablemente, los rodeaban, los interrogaban, les lanzaban puyas crueles. Algunos más merodeaban por su casa para tratar de escuchar, de ver algo, pero como a las seis de la tarde ya la oscuridad cubría todo, se apartaban temerosos del lugar antes de cumplirse la hora crucial.

Fue entonces cuando devotos cristianos, tanto protestantes como católicos, los empezaron a visitar en procura de desentrañar el misterio y de defenestrar a cualquier mal espíritu acuartelado en esa residencia. Hacían oraciones, rociaban las paredes con agua bendita, daban órdenes de desahucio a chocarreras ánimas, propinaban nutridas palizas con garrotes al aire a invisibles seres a quienes en nombre de Dios exigían salir de ese recinto. En vano.

A las seis en punto de la siguiente tarde las pedreas salían sin piedad a escena. Fueron el pastor Orellana y el padre Medrano los que en un acto ecuménico sin precedentes, decidieron visitar a los Corrales y los instaron a abandonar la casa y a mudarse a la cabecera del pueblo para aliviar su espíritu de tan molesta pesadilla.

Se celebró un culto por ellos en templo pentecostal y se dijo una misa en la Iglesia colonial frente al parque, la cual se anunció con redobles de campanas de acontecimiento mayor.

Se mudaron los Corrales a una casa modesta en las inmediaciones del parque, cuyos dueños les alquilaron por una mensualidad simbólica. Se instalaron. Sobraron los brazos de los vecinos en la carga y colocación de muebles y enseres. Les obsequiaron comida y otros bienes para su comodidad. Y allí se fueron familiarizando con su nueva vivienda durante una semana, en la que nada extraño sucedió. Casi habían olvidado la razón de su traslado.

Pero una piedra pómez del tamaño de una pelota de futbol cruzó el espacio de la sala al siguiente lunes a las seis de la tarde, y se hizo añicos al estrellarse contra el suelo. Era ese un poblado donde la gente se refugiaba temprano en sus casas, de modo que el impacto se escuchó a muchas cuadras a la redonda. Salieron varios vecinos a las calles, algunos de ellos con ropas de dormir, y se encaminaron al lugar donde estaban seguros que había sido el epicentro del estruendo. Se hablaban a gritos, murmuraban, sacaban conclusiones. Y todos coincidieron en que había que citar a los medios de comunicación para que dieran cobertura al hecho y presenciaran en vivo la exhibición del lapidario sketch del que podrían captar imágenes para ser publicadas en un reportaje que diera nombradía al pueblo.

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Foto proporcionada por Carlos Wolters

 
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