LAS PEDREAS DE LAS SEIS (Cuarta parte)

Los medios de comunicación no se hicieron esperar. Al día siguiente desde el mediodía, llegaron reporteros de la prensa escrita y de telenoticieros, con sus respectivos camarógrafos, fotógrafos y equipo técnico. Se inundaron las calles vecinas con torrentes de gente de varias comarcas de Jalapa, y muchos fueron entrevistados sobre las misteriosas pedreas que surgían de la nada y desbarataban muebles en la sala de los Corrales, quienes al ver el tumulto, las luces de los reflectores y los relámpagos de las cámaras, cerraron las puertas a piedra y lodo y no abrieron aunque los periodistas tocaron insistentemente. Los reporteros, entonces, se apostaron frente a la casa y eran grabados mientras entrevistaban a los circunstantes. Minutos antes de la hora consabida, se hizo un silencio sepulcral tan profundo, que una mosca hubiera podido romperlo si hubiera pasado zumbando por el escenario. Eran casi las seis. Eran ya las seis y diez. Eran las seis con quince. Eran las seis con veinte y no se oía un solo ruido dentro de la casa. A las seis con treinta, el primer equipo de prensa decidió retirarse entre risotadas, y se decían que no les habían tomado el pelo, sino que habían llegado por cumplir con su deber y que habían esperado demasiado por algo que solo sucedía en las mentes alucinadas de los crédulos. Otros más siguieron su ejemplo, junto con mucha gente. Estaba ya por retirarse el último periodista, un solitario y enjuto hombrecillo aferrado a una mini-cámara, representante de un semanario de poca monta (que siempre publicaba en sus portadas una noticia escandalosa, repleto en su interior de fotos con casi ningún artículo, sino con breves comentarios en jerga popular y letras grandes, y remataba la última plana con la imagen de una modelo desnuda, calzada con expresiones de colorido lenguaje a cual más soez), miró en derredor, como decepcionado por no haber podido llevar la primicia a la sala de redacción; dio media vuelta y empezó a caminar en retirada. En eso salió expulsado por la ventana de la casa un redondo pedrusco que le dio justo al centro de la espalda, el cual lo hizo contorsionarse, no tanto por el dolor como por la sorpresa. Y éste fue el inicio de un retumbar de pedradas dentro de la casa. La felicidad que lo invadió lo hizo olvidar el dolor. Empezó a tomar fotos a cada impacto que se escuchaba. Se aproximó a largas zancadas a la casa, pero no pudo acercarse a menos de diez metros. Había una barrera invisible que le impedía pasar, algo que incluso le hacía sentir las piernas gordas y pesadas y le dificultaba moverlas. Regresó a buscar la piedra. La vio en el suelo, la enfocó, la fotografió y, por último, la tomó con su mano y la deslizó dentro del bolsillo de su camisa. Sería un buen recuerdo de su vivencia, pues como evidencia nadie vería algo sobrenatural en ella. Pero algo se estaba calentado en su pecho, del lado de su corazón, y en unos segundos le ardía como una llamarada. Gritó, se sacó la piedra del bolsillo, pero ésta estaba tan candente, que le quemó los dedos antes de soltarla. La cámara había salido expulsada a unos metros y se había roto al caer. Todos lo miraban sin decir palabra. Se alejó vociferando, se montó a su destartalada motoneta, hizo arrancar el motor y se retiró lo más rápido que le permitió el raquítico armatoste. Su silueta se perdió entre la niebla. Pero su pasquín fue el único medio que le dio cobertura al suceso, en una nota perdida en el interior, de unos seis por diez centímetros, y que no hacía ninguna mención de la ígnea piedra que le había dejado una marca perenne sobre el corazón y ampollados los dedos.
Continuará...
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Foto: editada de una de Youtube