ARMANDO
Cuando se trabaja con animales, no siempre se encuentran anécdotas relacionadas con ellos, pero no hay duda que el vínculo humano-animal, me hizo conocer a este personaje.
Recuerdo como si fuera ayer cuando lo conocí, la primera impresión que tuve de él fue de que se trataba de un caballero, era un hombre de la tercera edad, flaco, que a pesar de estar un poco encorvado todavía sobrepasaba los seis pies de altura. Nos conocimos como compañeros de trabajo en una veterinaria de cuyo nombre no quiero acordarme.
Armando también era un hidalgo y al verlo no podía evitar pensar en lo parecido que tenía con Don Quijote. A pesar de mi edad siempre me llamó doctor, ni me había graduado por aquel entonces. Le gustaba hacerme preguntas y en algunas pocas ocasiones le pude responder atinadamente algunas, como cuál era la palmera más alta de la ciudad y similares. Algo que parecía disfrutar por encima de todo era hablar de aquella ciudad de antaño, contarme historias de su tiempo y explicarme cosas. Armando vivía en la pobreza, se ganaba la vida haciendo limpieza en la veterinaria porque otra cosa que también disfrutaba era la compañía de animales, y éstos lo querían.
Nuestro jefe era un cafre, no voy a entrar en detalles porque es una persona conocida, pero no me siento mal por decirlo y espero que me crean. Se trataba de un hombre inmaduro y mal educado, nos trataba mal no solo a nosotros sino hasta a sus propios clientes, un completo psicópata acomplejado. No recuerdo por qué despidió a Don Armando, sé el porqué de mi despido y en el fondo sentí alivio de no tener que volver a trabajar
en dicho lugar.
Armando caminaba seguido por los lugares que yo transitaba con frecuencia, así que un día paré y le conté que quería abrir mi propia clínica, eso fue unos dos años después de quedarnos sin trabajo. Me preguntó si le daría trabajo y no podía decirle que no a un hombre de tan buen corazón. Como hubo meses con muy poco trabajo, tuvimos mucho tiempo para conversar y como le encantaba hablar me empezó a contar su historia.

Me contó que de niño era el más alto de sus amigos y que nadie corría tan rápido como él, su pasatiempo favorito era el fútbol y su físico lo ayudó a sobresalir entre todos. Tan hábil era que fue integrante de la primera selección juvenil de Guatemala, más adelante jugaría con la selección nacional cuando se inauguró la ciudad deportiva a mediados del siglo pasado. No le gustaba estudiar, pero jugar pelota era lo suyo.
Me contó muchas veces que fue criado por sus abuelos, aparentemente ambos padres habían muerto cuando él era muy pequeño. Me dijo que su abuela era una mujer estricta y que odiaba que no estudiara, la señora siempre le decía que si no estudiaba lo enviaría al ejército para que no perdiera su tiempo en las calles con todos los vagos. Un día la señora se hartó de que Don Armando no le hiciera caso y lo llevó al cuartel en donde quedó como soldado raso.
Pero un hombre tan gentil como él no es alguien que sobresalga en la milicia, como si se tratara de Forrest Gump lo que hacía era hacerle caso a sus superiores y no meterse en problemas. Pero por su carácter era difícil que lo ascendieran pues era un pacifista, sin embargo estando en el cuartel su vida cambió.
De vez en cuando sus ojos de alegraban en los pocos días en que había partidos de fútbol. Ni siquiera lo dejaban jugar, así de segregado estaba nuestro espigado personaje. Pero un día el equipo del cuartel estaba jugando un partido muy duro contra otro cuartel e iban perdiendo; él se quedó parado a la orilla del campo analizando el partido. No pasó mucho tiempo antes de que un superior le llamara la atención por perder el tiempo, y para zafarse del problema le dijo que él había sido seleccionado juvenil del país, que le diera unos zapatos y que lo metiera a jugar. El superior le dijo que si le estaba mintiendo lo arrestaría y Don Armando le dijo que la casa de su abuela estaba muy cerca, le pidió que lo dejaba ir a traer sus medallas para mostrárselas. Tal era la gana de arrestarlo que decidió enviarlo en un Jeep a casa de su abuela para ir por las pruebas. Cuando la mujer lo vio entrar corriendo a la casa, con uniforme y todo, le empezó a gritar, “de seguro te expulsaron del cuartel por vago…” y él solo le respondió que todo estaba bien y salió corriendo con su uniforme, una medalla y varias fotos.
Cuando regresaron al cuartel estaba empezando el segundo tiempo y el equipo perdía tres a cero. “¿Qué posición jugás?” le gritaron desde la banca, “delantero, mi capitán” gritó de vuelta. Así que sacaron a un delantero y lo metieron, pero por no ser parte del equipo los demás no le pasaban la bola. Como no le quedó de otra bajó a luchar por el balón hasta medio campo y cuando finalmente lo tuvo en sus pies fue algo mágico. Todo su equipo se quedó parado, nadie corrió a ayudarle, los que sí corrieron a intentar golpearlo fueron todos los del otro equipo, pero ellos medían al menos una cabeza menos y cuando intentaron correr detrás de él, fue demasiado tarde. Después de anotar el gol regresó a medio campo con la pelota y dijo a sus compañeros, “si me ayudan les ganamos, hay tiempo”. Y así fue.
La impresión que dejó fue tal que en el ejército no podían desperdiciarlo, y como tenían un equipo en la primera división se volvió futbolista profesional. Jugó en un par de los mejores equipos de la época y soñó. Soñó con jugar en un escenario más grande, en un equipo más grande, suele suceder. Alguien le dijo que era demasiado bueno para jugar en el medio y que estaría mejor en un lugar como México; quizá su mente tan soñadora como inocente hizo que lo creyera. Juntó sus ahorros, tomó un autobús y partió hacia el norte con poco más que sus ilusiones de jugar para Cruz Azul.
Pero el sueño mexicano no fue tal, en primer lugar ni lo recibieron porque no llevaba el pase que requieren los equipos profesionales, el pobre no tenía ni permiso de trabajo. Así que decidió regresar a Guatemala, pero no sin antes conocer Acapulco.
El lugar le gustó tanto que se quedó más de la cuenta y poco a poco se fue terminando su dinero, hasta el punto en que ya no tenía para pagar el pasaje de vuelta. Una noche estaba en una fiesta y se puso a platicar con un hombre que dijo ser comediante, un tal Lalo González; le contó su triste historia. González le dijo que a pesar de no poder jugar en un equipo profesional había muchos trabajos para un hombre deportista en México y le mencionó que tenía un amigo que posiblemente lo podría ayudar a conseguir un trabajo.
Fue así como se fue de regreso a la capital en busca de la dirección del amigo de su nuevo amigo. Quedó maravillado con la propiedad y el señor de la casa le dijo que le contara todo, de vez en cuando hacía alguna pregunta, pero dice que nunca dejó de ver el periódico y que nunca lo pudo ver bien. El hombre tomó el teléfono e hizo una llamada; cuando terminó le dijo que estaba todo arreglado y que debería presentarse a la planta embotelladora de Refrescos Mr. Q a primera hora y buscar a alguien en particular. Armando le dio las gracias y se despidió, dice que el hombre nunca dejó de ver el enorme periódico que ocultaba su identidad.
Se presentó en la embotelladora lo más presentable que pudo para causar una buena impresión y lograr el trabajo. Pero el hombre que lo atendió le dijo que estaba contratado y que empezaría a trabajar inmediatamente como entrenador de los equipos de baloncesto y fútbol. Él no lo podía creer, “¿en serio estoy contratado?”, preguntó, “con lo bien recomendado que vienes no puedo no darte el trabajo”, le respondió el hombre.
Y trabajó muchos años con ellos, se enamoró de la que sería su primera esposa y disfrutó mucho vivir en México. Pasaron algunos años y un fatídico día tuvo un accidente laboral en el que sufrió una fractura de columna. Lo llevaron al hospital en donde iniciaron un tratamiento pero le dijeron que necesitaba una operación muy seria y de un costo muy elevado. Dice que curiosamente su compañero de cuarto estaba en las mismas en la cama de al lado. Pocos días llevaba internado cuando de repente todos corrían en el hospital, desde su cama solo podía ver pasar a todas las enfermeras y al personal en una misma dirección. Luego entró a su cuarto el hombre que nunca dejó de leer el periódico aquel domingo. Y todos los empleados del hospital se amontonaron en la puerta. Tranquilamente le preguntó qué le había sucedido, después de escucharlo se volvió hacia la puerta y se dirigió al personal, “quiero que le traten bien porque es mi amigo y yo voy a pagar los gastos de la operación”, luego volteó a ver al hombre que yacía en la cama de al lado y le dijo, “¿y a ti qué te pasa?”, después de escuchar atentamente la respuesta se volvió para dirigirse al personal de nuevo: “también a él lo operan, yo lo voy a pagar”. Y así fue como inició el lento proceso de recuperación para poder caminar nuevamente. Sus sueños de grandeza habían terminado, así como también sus días en México y por problemas con su esposa se tuvieron que separar.
Quizá fue la soledad o tal vez la tristeza la que hizo que pensara en finalmente regresar a Guatemala. Ya de regreso se enamoró de otra mujer y tuvo una familia, no dejó que sus hijos fueran vagos como él (en sus palabras) y los obligó a estudiar. Me pedía que le regalara revistas usadas, porque le gustaba tenerlas para poder dárselas a sus nietos para que hicieran algún recorte para trabajos de la escuela, “es lo poco en que me siento útil” me dijo. “Verá doctor, el deporte no me dejó nada, hasta jugué contra Fidel Castro en mi juventud, pero ahora los jóvenes tienen otra mentalidad, es triste que en este país no se respeta a los mayores, a nadie le interesa saber de otras épocas, eso me pone triste.”
Con el tiempo sus facultades fueron apagándose cada vez más, casi no miraba y siempre tenía olor a orina en su ropa por la incontinencia. A pesar de haber sido deportista también fue fumador y sus pulmones estaban destruidos. Ya no pudo venir a trabajar. Llamé a su casa y hablé con su hijo, me contó que estaba delicado y me dijo que me agradecía que le diera trabajo y lo hiciera sentir útil. “Su papá es una gran persona”, respondí, “dele un abrazo de mi parte” y fue lo último que supe de él. Alguien me contó que murió y seguramente así fue, ni llamé para preguntar si era verdad.
Recuerdo que les ponía nombres a los perros y a los gatos, que se ponía a jugar con ellos y que me contaba grandes historias, tan grandes que no se las creería a cualquier otra persona. Un día trajo un montón de fotos y recuerdo que en una estaba abrazado con un hombre vestido con traje de charro color blanco, “él es piporro, acá estamos en Acapulco”, una foto muy pequeña, tan descolorida que me pregunto si el traje de charro no sería de otro color, Don Armando no tenía lentes en ese entonces y su físico era como el de un caballo de carreras. “Un día de estos traeré las fotos que tengo enmarcadas en mi casa, pero esas mi hijo las tiene colgadas en la sala para que todos las vean, es que dice que no cualquiera tiene fotos con Mario Moreno”, después de una pausa dije, “¡Mario Moreno!, ¿Cantinflas?”...Se rió y me dijo: “buena gente el señor, gracias a él pude conseguir trabajo en México, el mundo sería mejor con más personas como él, a mí me ayudó mucho durante los años que estuve trabajando”.

_______________
Ambas fotos proporcionadas por Mauricio Cuevas.