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LAS PEDREAS DE LA SEIS (parte final)


El padre Medrano y el pastor Orellana decidieron que ya era demasiado para una función continua de espíritus chocarreros. Aunque habían puesto a la familia en confesión tres veces, cada quien en la privacidad de su liturgia, habían interrogado a cada miembro por separado y les habían exigido pedir perdón a quienes consideraran que habían dañado con algún acto o pensamiento malintencionado; lo que cada quien había contado no eran sino faltas leves, pequeños brotes de odio, algún insulto menor o el envidiar cualidades o bienes del prójimo, pero sin llegar a urdir estratagemas para arrebatárselos o, simplemente, sin llegar a ejecutar acciones de venganza por causa de resentimientos. Se reunieron frente a la casa de los Corrales en punto de las 4:00 de la tarde de un viernes, tocaron a la puerta y, al abrirles, doña María los invitó a pasar adelante, los condujo a la cocina y les pidió que se sentaran en unas sillas viejas de madera. Toda la familia estaba allí. A la incomodidad inicial sucedió un genuino interés por ver en esta visita una solución definitiva al tormento de las pedreas, pero ya casi habían perdido toda esperanza. El pastor Orellana empezó por exponerles casi la misma fórmula de las visitas pasadas; que escudriñaran muy en el fondo de sus almas para encontrar algún despropósito oculto que estuviera impidiendo a Dios obrar con el perdón que era propio de su misericordia divina y que estuviera a la espera de su enmienda para desterrar el mal que los estaba aquejando desde hacía algunos meses. En consonancia con ello, el padre Medrano les pidió que manifestaran sus inquietudes, pero ya no en el aislamiento del confesionario, sino que allí reunidos y que cada quien tomara la palabra, dijera ante todos lo más escabroso que estuviera ocultando por vergüenza o por temor, que se arrepintiera genuinamente y que se pidieran perdón unos a otros.

Nada nuevo pareció salir de esta otra modalidad de confesión colectiva. La misma familia buena con buenas intenciones y con errores comprensibles dada su naturaleza humana, se manifestó en todas sus palabras. Tomás observaba a todos intranquilo. Había dicho ya lo suyo y había llorado y orado con todos los demás al implorar la protección y el perdón del Señor del Universo. Padre y pastor dijeron sus oraciones e hicieron sus ruegos por la disolución del maligno hechizo y por que la paz le fuera restituida a esta familia de bien. Se despidieron. Los instaron a no perder las esperanzas de conocer el cese del implacable martirio de las seis de la tarde de todos los días. Tal vez hoy fuera ese día. Iban ya de camino hacia la puerta de salida cuando, inesperadamente, Tomás los llamó a gritos. - ¡Padre, pastor, no se vayan! Tengo algo que confesar, pero no lo había querido hacer por ambición. Escuchen… - Habla, hijo – lo instó el padre Medrano. - Dinos, Tomás, ¿qué es lo que has hecho? – le ordenó el pastor Orellana. Tomás se arrodilló ante ellos con los ojos arrasados de lágrimas. No conseguía dejar de sollozar para exponer su pecado. Todos esperaban escuchar la confesión tal vez de un robo o de un crimen y temían que al pobre Tomás le esperaran unos años tras las rejas.

- Yo quería ser rico – empezó a decir por fin -, rico y poderoso como algunos finqueros de por aquí; con cabezas de ganado; con una mansión lujosa con piscina y sirvientes; con carros; con avión; con helicóptero. Pero lo veía imposible. No tenía cómo empezar. Y lo quería con tanta fuerza, que una noche soñé que un señor entacuchado (con saco y corbata) me llegó a decir que él tenía la solución a mis problemas con solo que le firmara unos papeles que puso ante mis ojos. Le pregunté cómo es que sabía lo que yo quería, y se rió. Me dijo que él sabía todo lo que yo pensaba y más. Lo que decían los papeles era que se me otorgaría tanto poder y riquezas como un gran Empresario, pero a cambio tenía que entregar mi alma al diablo. Y para sellar el trato, debía firmar al calce con un punzón impregnado con mi sangre. Le dije que me diera tiempo para pensarlo. Lo aceptó y me dijo que me visitaría en unos días. Creí que había sido una pesadilla, pero todo empezó a cambiar en lo que hacía. Cuando salía a cortar leña, al llegar, el trabajo ya estaba hecho. Al principio creí que mi hermano me estaba ayudando, pero no era así. El tenía su propio trabajo. Para abreviarles, una noche lo volví a soñar, y me preguntó qué había pensado. Le dije que todavía no me decidía. La idea me tentaba. Quería dejar de ser pobre.

Quería que mis papás conocieran la prosperidad material, aun a costa de mi alma. Me concedió más tiempo, pero me advirtió que éste se agotaba. Y lo extraño que me empezó a pasar fue al contrario que al principio. Ahora, todo lo que trabajaba, se deshacía al final y era como si no hubiera hecho nada. Le rezaba a Dios, pero Él también me reveló en sueños, en la imagen de un ángel, que todo lo que tenía que hacer era decirle que no a ese ser que negociaba conmigo en sueños. Pero yo no quería abandonar la oportunidad. Lo soñé una tercera vez. Ya no era amable. Me hablaba con sarcasmos, con amenazas, se reía a carcajadas. Y me dijo que esa era ya mi última oportunidad. Después de eso fue cuando iniciaron las pedreas. Desde el principio supe el origen de esos ataques, pero no decía nada porque me aferraba a la obsesión de ser rico. Pensé que ese sería un mal menor a cambio de la riqueza. Nunca me imaginé el enorme daño que le iba a hacer a mi familia. Ya no soporto más.

Ya no quiero verlos angustiados. Ya no quiero ver llorar a mí mamá ni a mi papá callado y serio ni a mi hermano asustado todo el tiempo. Le doy un no rotundo a ese ser maligno. Que ya no se moleste en venir a consultarme. La respuesta es no. Prefiero la paz de mi familia, la felicidad de la que gozábamos y de la cual yo no me daba cuenta. Perdónenme todos, perdóname Dios... Y prorrumpió en llanto. Sus padres lo abrazaron. Su hermano cayó a su lado de rodillas. Y así quedó la escena, congelada como en el cuadro de un pintor costumbrista. Recientemente, en la casa de las afueras de San Pedro Pinula, donde se originó esta historia, una jovencita de unos quince abriles, sonriente y hermosa, saca por las mañanas a su abuelo en silla de ruedas a tomar el sol. Don Milo permanece sereno, con la mirada fija en sus recuerdos. Doña María murió hace cinco años de un infarto. Viviana es la hija de Tomás, quien vive en esa casa con su esposa Amarilis. Por las tardes regresa montado en su caballo del mercado, donde tiene un puesto de venta de granos básicos. Sebastián emigró a Estados Unidos en busca de nuevos horizontes. Espera pronto resolver su situación de ilegal al contraer nupcias con una residente. Y no cesa de mandar una remesa mensual de cien dólares para contribuir con las medicinas y otros gastos de don Milo.

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Foto encontrada en jorgedesdemiventana74.blogspot.com

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